Vino Nuevo en Odres Viejos
– por Julio C. Lugo
Los días que estamos viviendo son días que nunca nadie imaginó vivir jamás. La crisis que el mundo entero enfrenta, producto de la pandemia ocasionada por el COVID-19, ha cambiado el escenario radicalmente. No es necesario aquí entrar en detalle de lo que esto significa, pues ni siquiera tenemos una idea exacta de cuáles serán sus repercusiones reales en la configuración de un nuevo mundo, con una nueva sociedad y nuevas reglas de juego, en todo orden de cosas.
Los templos están cerrados, los grandes y los pequeños. Toda la maquinaria propia del ser y hacer iglesia al que estábamos tan acostumbrados ha sido puesta en stand by y nadie sabe por cuánto tiempo. La iglesia se ha vuelto a las casas, “como en el primer siglo”, dicen muchos. Pero esto no es del todo cierto, pues es el modelo tradicional el que está tratándose de insertar, forzadamente, en este escenario nuevo. No es un odre nuevo. Por lo menos, no aún.
Nadie pone vino nuevo en odres viejos (Mt. 9:14-17), dijo Jesús tiempo atrás, en una clara alusión a que el nuevo movimiento de fe que él estaba gestando no podría ser contenido dentro de las rígidas y obsoletas estructuras de la religiosidad farisaica, que lastimosamente muchos, incluso los discípulos de Juan el bautista, habían adoptado como un estilo de vida.
La religiosidad farisaica que había surgido en un punto de la historia como un esfuerzo renovador, había dejado de serlo. Se había convertido, producto del paso del tiempo y de la ciega imposición de los dogmas, sumado claro está a las ansias de poder y deseo de control, en un sistema frío e inhumano. Tan frío e inhumano que fue capaz incluso de pedir que crucificaran al propio Cristo, porque no fueron capaces de reconocer en él al Hijo de Dios, tan solo porque no se ajustaba a sus estándares de fe y práctica. Increíble, dirán algunos, pero cierto, muy cierto.
Tan cierto como que esta religiosidad oficial se arrogaba el derecho de ser la más pura, juntamente con otras que, irónicamente, convivían en el escenario como “exclusivos dueños” de la fe y la ortodoxia, pugnando por el poder. Un poder que Cristo enfentó y desafió en reiteradas ocasiones, sanando a la gente en sábado, tocando leprosos, o dejando que “gente de mal vivir” le tocase a él, ganándose la incompresión y el rechazo de la clase sacerdotal imperante. Una clase sacerdotal que veía en él un peligro y no la intervención soberana de Dios en el escenario del supuesto orden que ellos pretendían establecer y controlar.
Jesús, sin embargo, siguió adelante con su plan.
Atrevidamente, alguna vez llegó a decir: “destruyan este Templo y en tres días lo volveré a reedificar” (Jn. 2:19); pero una vez más la ceguera religiosa no entendió el mensaje, a pesar de verlo enardecido, con un azote de cuerdas en las manos, arrojando a los mercaderes y cambistas que habían hecho del lugar “una cueva de ladrones” (Mt.21:13). La razón de su ira, aunque bien sabida, pocos la conocen a fondo. El negocio era propiedad del propio Sumo Sacerdote; el pueblo por eso llamaba al lugar “las tiendas de Anás”(Barclay, 2006, p.60).
Y el Templo de Jerusalén en efecto fue destruído (70 d.C.), incendiado por las tropas romanas, que le prendieron fuego con una multitud de judíos dentro, a pesar del deseo del General Tito de preservar el lugar y la vida de sus ciudadanos.
La iglesia primitiva, que para aquel entonces era ya una creciente, multitudinaria e influyente comunidad de fe, estaba desperdigada por todo el imperio romano. A sus discípulos los llamaban “cristianos” por su ferviente deseo de vivir el mensaje y el estilo de vida de Cristo. No se autoproclamaron como tales, los denominaron así por la evidencia de su testimonio.
Esa iglesia no conocía de templos como lugares de reunión, era una iglesia que creció, en extensión e influencia, en las casas, desde sus inicios. Las Casas-Iglesia fueron el estilo de vida de aquellos primeros cristianos, y así fue por casi 300 años. No fue sino hasta mucho después del Edicto de Constantino (312 d.C.), en las primeras décadas del siglo IV, que se comenzaron a construir las primeras basílicas (Blue, 1994, p.64). Pero eso ocurrió cuando el cristianismo ya había pasado a ser religión oficial del imperio.
En el desarrollo de su existencia, las Casas-Iglesia supieron modelar la fe en su expresión cúspide, viviendo auténticamente aquello que el propio Maestro les había pedido evidenciar. «Ámense con la misma intensidad con que yo los amo. La intensidad del amor que se tengan, será una prueba ante el mundo de que son mis discípulos», les había dicho (Jn. 13:34-35 LBD). Fue la fuerza de este amor, y no otro, el que terminó por convencer de la veracidad del mensaje del Evangelio; la misma fuerza del amor que llevó a Cristo a asumir el madero como el potente mensaje de un Dios que ama y no condena. Somos nosotros los que nos condenamos a nosotros mismos, qué duda cabe.
Sin embargo, la historia es cíclica. «En todo este proceso resalta un hecho muy particular: en el año 380 los obispos Teodosio y Graciano ordenaron que solo debía haber una iglesia ortodoxa reconocida por el estado y una sola norma de fe, el dogma ortodoxo. Se obligó a cada ciudadano romano a hacerse miembro y aceptar la creencia en la “lex fidei”, la ley de la fe. Se prohibió cualquier otro grupo o movimiento, incluyendo a los que se reunían en hogares. Esto significó el final legal de las iglesias en las casas… a partir de 380, empezar una iglesia en una casa significaba que se estaba quebrantando la ley y te convertía en un criminal. Había comenzado una nueva era: la persecución de la iglesia en el nombre de la “iglesia”» (Simson, 2003, p.78). Una vez más, la religiosidad oficial, en una maniobra institucional, obstruía los planes de Dios, en nombre de la fe.
Hoy, “la iglesia se ha vuelto a las casas, como en el primer siglo”, dicen muchos. Pero esto no es del todo cierto, pues, como ya se dijo, es el modelo tradicional el que está siendo tratado de insertarse, forzadamente, en este escenario nuevo. No es el vino nuevo en odres nuevos. Por lo menos, no aún. Es el viejo odre institucional, queriendo acomodarse a los tiempos y a las circunstancias actuales para sobrevivir.
Tertuliano, en su “Apología contra los Gentiles” (39:1-18), ofrece un testimonio de primera fuente respecto del estilo de vida de los primeros cristianos y del impacto que tuvieran en su momento, lo cual dice mucho de su genuina forma de ser y hacer iglesia. Admirados de la profunda relación que se entablaba entre los discípulos del Maestro, los ajenos murmuraban con envidia: “Mirad cómo se aman”, refiere el teólogo y padre de la Iglesia. Sin duda, aquellos primeros cristianos habían entendido muy bien las palabras de Jesús en su último mandamiento, y la iglesia que formaron, con todo y sus errores e imperfecciones, estaba fundada en esta concepción del amor y así se proyectaban en su entorno, logrando expandirse con eficacia. Este vino nuevo no podía ser contenido en los odres farisaicos, marcados por el legalismo y la fría ritualidad.
La dinámica de la Iglesia de los primeros días del cristianismo hoy más que nunca necesita ser revisitada. Las Casas-Iglesia que sabemos tuvieron un impacto tremendo en tiempos del Imperio Romano tienen que ser repensadas, reinventadas y aplicadas contextualizadamente, preservando innegociablemente los principios clave que hicieron de ellas herramientas eficaces en la expansión del Evangelio de la Gracia. La vivencia plena y auténtica del amor, y no de la religiosidad estéril, tiene que volver a ser la evidencia de una iglesia que, hoy más que nunca, debe ser fiel a sus principios. Principios de los cuales nunca nos debimos haber apartado.
NOTAS:
Barclay, W. (2006). Comentario al Nuevo Testamento. Barcelona: CLIE
Blue, B. (1994). Acts and the House Church, en The Book of Acts in its First Century Setting. Ed. Gill & Gempf. Vol. 2., p.124. Grand Rapids: Eerdmans Publishing Co.
Simson, W. (2003). Casas que Transformarán el Mundo. España: CLIE.