REFLEXIONES PASTORALES SOBRE LA FORMACIÓN DEL LIDERAZGO DE PABLO – Segunda Parte
- Fecha 1 de febrero de 2022
– por Julio C. Lugo
INTRODUCCIÓN
Sin lugar a duda la figura de Pablo representa el modelo referente de liderazgo por excelencia en el Nuevo Testamento, no solamente en lo que a su formación como tal se refiere, sino también por la manera como él desarrolló a otros líderes. La envergadura de su ministerio y su extraordinaria eficacia, fundamentada en el llamamiento especial que recibió del Cristo resucitado, sustentan tal aseveración.
Muchos hay que han escrito sobre su vida, inspirados no solamente por la manera en que su liderazgo los impactó, sino también con el anhelo de transmitir a las generaciones posteriores los principios bíblicos y lecciones que se observan en el desarrollo del mismo, a fin de estimularnos a seguir por la misma senda.
La influencia de este gran hombre de Dios en la historia del cristianismo trasciende los tiempos y las fronteras, como sucede siempre con aquellos que se constituyen verdaderamente en instrumentos de la gracia y poder divinos. Nadie como él se ha atrevido a decir: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo” (1 Cor. 11:1), constituyéndose a sí mismo en un referente para su propia generación, sin que haya en su expresión el más mínimo ápice de falsa modestia o velado orgullo.
Sin embargo, como bien sabemos, la vida del otrora impulsivo fariseo, al igual que la nuestra, puede también ser vista como la suma de influencias que otros plasmaron en ella a lo largo del tiempo. En tal sentido, mi intención en estas breves líneas es exponer la impronta que otros dejaron en el apóstol de los gentiles, destacando sobre todo la intervención de Aquel que lo marcó de manera definitiva, al punto de llevarlo a ser justamente aquello de lo cual estamos hablando: un modelo de líder para la posteridad. En base a ello, me propongo también reflexionar, desde un sencillo punto de vista pastoral, sobre algunas implicancias prácticas que se desprenden de la observación anterior y que considero relevantes para nuestro contexto latinoamericano.
La Impronta de Bernabé
“Cuando llegó a Jerusalén, trataba de juntarse con los discípulos, pero todos tenían miedo de él, porque no creían que de veras fuera discípulo. Entonces Bernabé lo tomó a su cargo y lo llevó a los apóstoles…” (Hch. 9:26-27)
Bernabé era un levita, proveniente de una familia judeo cipriota. Su nombre verdadero era José, Bernabé era su sobrenombre, que traducido es, “hijo de consolación” (Hch. 4:36). Su contribución personal al establecimiento y expansión de la iglesia del primer siglo fue excepcional, porque supo administrar sabiamente todo lo que Dios le había dado para servir a otros, no solamente con los dones espirituales y el ministerio recibido, sino también con sus posesiones materiales.
Un levita era básicamente un servidor de Dios en el Templo. Su tarea consistía en barrer los suelos, abrir y cerrar las puertas, y ocuparse de que todas las cosas estuvieran en su lugar correcto. Lucas nos dice que Bernabé era propietario de un terreno, el cual decidió vender, motivado por el ferviente espíritu de amor que prevalecía en la naciente comunidad de fe en Jerusalén (Hch. 4:37). “Lo que en la antigüedad les era estrictamente prohibido a los levitas, vale decir la posesión de terrenos en Palestina (Núm.18:20; Deut. 19:9), dejó de ser observado con rigidez luego del cautiverio babilónico y la consecuente dispersión de gran parte de la nación, lo cual produjo una confusión en la posesión tribal de la tierra” (11).
El texto de Lucas refiere que fue Bernabé quién presentó a Pablo a los apóstoles en Jerusalén, a pesar de la resistencia temerosa de los discípulos a recibirlo. Literalmente, la Escritura citada en el epígrafe nos dice que “Bernabé lo tomó a su cargo”. Asimismo, es importante recordar que fue el propio Bernabé quien trajo a Pablo desde Tarso para realizar juntos la tarea que los apóstoles en Jerusalén le habían encargado cumplir en Antioquía, superando con creces todas las expectativas (ver Hch. 11:19-22).
No olvidemos que es gracias a este ministerio conjunto que recibimos el legado de ser llamados “cristianos” por primera vez (Hch. 11:25-26).
El testimonio y compromiso de Bernabé en la naciente iglesia cristiana hicieron de él un digno representante de los apóstoles en las circunstancias descritas. No en vano Bernabé es reconocido en la Biblia y en la historia de la iglesia como un “varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y de fe” (Hch. 11:24).
Si algo dejó marcado Bernabé en la vida de Pablo, diría yo, fue su comprensión y compromiso total con la llamada Gran Comisión. El mandato que el Señor Jesucristo nos dejó antes de partir fue reproducir discípulos (Mt. 28:18-20). Este encargo no es sino la expresión del deseo de Su corazón de bendecir a otros con el mismo amor con que bendijo a Sus discípulos, mientras estuvo con ellos.
Como todos los mandatos divinos, esta es una demanda del amor de Dios que busca provocar en nosotros una respuesta de amor. Un buen discípulo de Jesucristo es aquel que reproduce otros discípulos motivado por el mismo amor con el que Él nos hizo sus discípulos. Nadie puede arrogarse el derecho de ser llamado discípulo de Jesucristo si no está haciendo discípulos para la gloria de Dios.
La condición básica del discipulado es ser como Jesús, para poder llevar a otros en la misma dirección. Este requisito ineludible nos hará redefinir conceptos claves que son determinantes en nuestras decisiones y estilos de vida, como ocurrió con Pablo. Por ello pudo decir sin ambages: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo” (1 Cor. 11:1). Y Cristo, el Maestro a cuya imagen Pablo fuera moldeado por el discipulado de Bernabé, dijo: “De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará” (Jn. 12:24-25).
La palabra “trigo” proviene del vocablo latino triticum (12), que significa “quebrado”, “triturado” o “trillado”, haciendo referencia a la actividad que debe realizarse para separar el grano de trigo de la cascarilla que lo recubre. Triticum significa, por lo tanto, el grano que es necesario trillar para poder ser consumido, lo cual denota la disposición al sacrificio que debe primar en el corazón de aquel que desea fructificar para gloria de Dios, como Pablo lo hizo.
Dos notas resaltantes hay en la pluma de Pablo que podríamos citar al respecto de lo dicho. Sus palabras en Filipenses 2:5-7, donde dice: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. Y, por otra parte, su testimonio registrado en Hechos 20:24 en el que declara: “Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios”.
Estos dos particulares referencias marcaban el norte de todo el esfuerzo que este gran hombre de Dios desplegara, y por ello lo encontramos, por ejemplo, trabajando sacrificialmente en Éfeso, a fin de establecer una comunidad de discípulos sólidamente establecida en el evangelio. La narración de Lucas cuenta la historia previa: “Y entrando Pablo en la sinagoga, habló con denuedo por espacio de tres meses, discutiendo y persuadiendo acerca del reino de Dios. Pero endureciéndose algunos y no creyendo, maldiciendo el Camino delante de la multitud, se apartó Pablo de ellos y separó a los discípulos, discutiendo cada día en la escuela de uno llamado Tiranno” (Hch. 19: 8-9).
La lección de vida que podemos extraer de tan tremendo testimonio de vida es a todas luces obvia. Las palabras del propio Pablo, en su Segunda Carta a los Corintios, describen sobremanera su filosofía ministerial: “Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas…” (2 Cor. 12:15).
Esta capacidad de renuncia brilla por su ausencia en muchos renombrados “líderes” y “apóstoles de la prosperidad” contemporánea, quienes han hecho de las promesas de la Escritura fórmulas de la buena suerte, reduciendo al Dios Omnipotente a una especie de hermano menor del genio de la lámpara de Aladino, haciendo evidente la urgente necesidad de volver a la vivencia de la “Sola Escritura, Sola fe y Sola gracia” de los días del gran reformador, Martín Lutero, como señala Hanegraaff:
“Hoy también nos hace falta una nueva Reforma. El saqueo de los pobres, santificado por bulas papales en el pasado, es sorprendentemente parecido a la nueva generación de “papas de la prosperidad” de hoy. Tetzel estafó a los pobres de su época prometiéndoles libertad del purgatorio. Los falsos maestros de hoy están esquilmando a sus seguidores prometiéndoles libertad de la pobreza y una vida abundante en prosperidad” (14).
En los “modelos” de predicadores exitistas que pululan en nuestros días, se ve la ausencia de aquello que en la vida del apóstol a los gentiles era incuestionable, con las inexorables consecuencias que ello acarrea para el verdadero evangelio.
“En los años recientes multitudes que nombran el nombre de Cristo han adoptado una percepción ampliamente distorsionada de lo que verdaderamente significa ser un cristiano. Quizás aún más alarmante, millones más han sido alejados de considerar seriamente las demandas de Cristo, porque perciben el cristianismo como un fraude y a los líderes cristianos como artistas del fraude” (15).
Esta distorsión se torna aún mucho más seria cuando observamos las justificaciones teológicas de sus exponentes, como refiere Piedra:
“La evaluación que los representantes más famosos de esta teología hacen de la tradición cristiana y de la historia de la teología es bastante negativa. No se puede esperar algo diferente, si se toma en cuenta que su lectura del cristianismo tiene muy poca conexión con el cristianismo que se ha conocido hasta ahora. Para uno de sus críticos no hay duda al respecto, por cuanto consideran que es un movimiento cuyas enseñanzas no se encuentran antes de 1950” (16).
Esto sin duda debe constituir un serio llamado de alerta, en los días que nos tocan vivir, plagados de la búsqueda de confort hedonista y de la manifestación de toda forma de relativismo, donde coexiste la fe auténtica con expresiones de espiritualidad totalmente ajenas a la que es auténticamente bíblica. La exhortación de Dios, por medio de Ezequiel (véase Ez. 34:1-6) se ha vuelto más relevante que nunca: “¡Ay de ustedes, pastores de Israel, que tan sólo se cuidan a sí mismos! ¿Acaso los pastores no deben cuidar al rebaño? Ustedes se beben la leche, se visten con la lana, y matan las ovejas más gordas, pero no cuidan del rebaño. No fortalecen a la oveja débil, no cuidan de la enferma, ni curan a la herida; no van por la descarriada ni buscan a la perdida. Al contrario, tratan al rebaño con crueldad y violencia. Por eso las ovejas se han dispersado: ¡por falta de pastor! Por eso están a la merced de las fieras salvajes. Mis ovejas andan descarriadas por montes y colinas, dispersas por toda la tierra, sin que nadie se preocupe por buscarlas”.
(Continuará…)
El presente artículo constituye parte de un escrito elaborado por su autor, Julio C. Lugo, en el contexto de su desarrollo ministerial. Aquí les compartimos la segunda parte del mismo.
NOTAS:
11 Ernesto Trenchard, “Los Hechos de los Apóstoles”, p.154
12 “Trigo”: Diccionario de la Real Academia Española
13 William Barclay, “Hechos de los Apóstoles”, p. 185
14 Hank Hanegraaff, “Cristianismo en Crisis”, p. 209
15 Hanegraaff, op. cit, p. 10 y 12
16 Arturo Piedra, “Gracia y Cruz en América Latina”, p. 151
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