
CUENTA REGRESIVA DE PENTECOSTÉS
- Fecha 1 de junio de 2025
CUENTA REGRESIVA DE PENTECOSTÉS
– por Julio C. Lugo, Mg.
Mientras que para la gran mayoría de personas el calendario religioso señala que la Semana Santa ya culminó, el testimonio de la historia de la Iglesia Cristiana nos dice todo lo contrario.
«Los primeros cristianos eran de origen judío y en su calendario tenían establecida la fecha de la celebración de la Pascua desde hacía siglos, por lo tanto les resultó sencillo fijar con exactitud el tiempo en que Jesucristo había muerto y resucitado.
Los testimonios más antiguos refieren cómo era la celebración de la Pascua de resurrección durante los primeros siglos de nuestra era: Los fieles se reunían la noche anterior y esperaban la llegada del sol para recordar la victoria de Jesucristo sobre la muerte y el sepulcro. Durante esa noche bautizaban a los nuevos cristianos y narraban historias del Antiguo Testamento… Cuando salía el sol celebraban la resurrección cantando salmos e himnos al Señor en un clima de genuina alegría. Ese día marcaba el comienzo de la Semana Santa.
En los días que seguían a la Pascua acostumbraban a vestir de blanco y a saludarse con las palabras ¡El Señor ha resucitado!, que eran respondidas con la afirmación ¡Verdaderamente ha resucitado!… Según cuenta Tertuliano este clima de gozo se prolongaba durante un período de cincuenta días, hasta la fiesta de Pentecostés» (Dellutri, “Las Estaciones de la Alegría”, pp. 16-17).
Proféticamente hablando, una semana no solo es una sucesión de siete días, sino también es una referencia a un período de siete semanas o, incluso, siete años. En tal sentido, Pentecostés, lejos de ser una fiesta más en el Calendario Religioso judío, fue el momento profético en el que se cumplió lo que Dios había anticipado desde los días del profeta Joel (Joel 2:28 – 800 a.C.), y ocurrió siete semanas después de aquel Domingo de Resurrección.
Hoy estamos en plena cuenta regresiva para la celebración del Día de Pentecostés, fecha gloriosa que marcó por acción del Espíritu Santo el nacimiento de la Iglesia (Hch. 2:1-42) y nos reafirma en la convicción de que las promesas de Dios seguirán cumpliéndose, de acuerdo con su plan.
Pero, ubiquémonos en la historia de aquellos primeros días de la historia de la Iglesia para entender mejor lo que sucedió. Y quién mejor que Lucas, el médico amado, compañero de misión de Pablo e historiador prolífico, para contarnos lo sucedido. En la Introducción del libro que le escribe a su apreciado y dilecto amigo Teófilo, leemos:
«En mi primer libro le escribí a usted acerca de todo lo que Jesús hizo y enseñó, desde el principio hasta el día en que subió al cielo.
Jesús murió en una cruz, pero resucitó y luego se apareció a los apóstoles que había elegido.
Durante cuarenta días les demostró que realmente estaba vivo, y siguió hablándoles del reino de Dios.
Un día en que estaban todos juntos, Jesús, con el poder del Espíritu Santo, les ordenó: “No salgan de Jerusalén. Esperen aquí, hasta que Dios mi Padre cumpla su promesa, de la cual yo les hablé.
Juan bautizaba con agua, pero dentro de poco tiempo Dios los bautizará con el Espíritu Santo”». (Hechos 1:1-5 – TLA)
Han pasado ya varias semana desde que Jesús resucitó en aquella mañana de lo que llamamos y recordamos como Domingo de Pascua. Y en su relato, Lucas nos detalla lo que sucedió en el momento de la historia que estamos evocando.
Dos cosas puntuales nos dice que sucedieron durante esos cuarenta días en los que el Cristo resucitado estuvo entre nosotros.
Se apareció vez tras vez a sus discípulos para reafirmarlos en la fe, y les recordó la necesidad de que estuvieran atentos al cumplimiento de la promesa de la venida del Espíritu Santo. Con ese importante recordatorio, la esperanza de los discípulos fue renovada; aunque, claro, todavía estaban los que dudaban, como Tomás. Él era de aquellos que suelen decir, “ver para creer”.
La noche primera en que Jesús se presentó a los suyos, él no estuvo presente. Seguramente golpeado por la amarga noticia de la muerte del Maestro, Tomás se había ido aparte a mascullar su dolor y su desesperanza. Y así, presa de su depresión, se desconectó de la comunidad de fe.
Jesús, sabiendo del conflicto de fe de su discípulo, se aparece nuevamente ante los apóstoles, una semana después del primer domingo de resurrección (Jn. 20:26). Esta vez Tomás sí estaba entre los que se contaban presentes; y a él Jesús se dirigió directamente, diciéndole: “Mete aquí tu dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado. No seas incrédulo; ¡cree!” (Jn.20:27 DHH). El conflictuado discípulo, no tuvo más remedio que exclamar: “¡Mi Señor y mi Dios!” (Jn. 20:28 – DHH). Jesús, entonces, le dijo: «¿Crees porque me has visto? ¡Dichosos los que creen sin haber visto!» (Jn. 20:29 – DHH).
No resulta sencillo creer en la promesas de Dios, es cierto. Menos aún en tiempos como estos en los que uno descree de todos y de todo. Pero eso no quita que fuera verdad, Jesús resucitó, sus heridas lo confirman. Fue lacerado por nosotros, para que dejáramos la “incrédula fe” y pasemos a formar parte de aquellos que contemplan los tiempos con genuina esperanza, sabiendo que todo le que prometió se cumplirá, acorde a su Plan.
¿Qué más sucedió durante esos días?
Nadie sabe cuándo pasó, pero los hechos se dieron. No ha quedado un registro escrito que nos narre los detalles de ese trascendental momento, pero ocurrió. Fue durante los cuarenta días posteriores a su resurrección que ambos se “reencontraron”. El impacto tiene que haber sido brutal, no hay duda.
El Evangelio de Juan refiere que cuando Jesús aún estaba en vida, “ni siquiera sus hermanos creían en él” (Jn. 7:5). Y él, Jacobo, era el primero en la lista de sus hermanos, lo que nos sugiere que era el mayor de ellos.
En el capítulo 15 de la Primera Carta a los Corintios, Pablo refiere que el Señor Jesucristo resucitado se le ‘apareció a Jacobo’ (1 Cor. 15:7); y por la tradición cristiana sabemos que fue ése el momento crucial de su rendición total a la fe.
Jacobo es el arquetipo de aquellos que aún habiendo ‘crecido con Jesús’ requieren una manifestación especial de Dios para aceptar la divinidad y el señorío de Cristo sobre sus vidas. Sin embargo, esto no los desmerece en absoluto, ni los deja fuera de su corazón.
El testimonio de la historia de la Iglesia refiere que el lugar que ocupó Jacobo, el hermano del Señor, fue realmente prominente. Leámoslo a continuación.
«Jacobo [o Santiago] era llamado el hermano del Señor porque también era llamado hijo de José y José padre de Cristo, aunque la Virgen era su desposada y antes que se juntasen se encontró que ella había concebido por el Espíritu, como nos dice el inspirado Evangelio [Mt.1:18]. Este mismo Jacobo, a quien los primeros cristianos apellidaron ‘el Justo’ por su destacada virtud, fue el primero en ser escogido para el trono episcopal de la iglesia en Jerusalén”» (Eusebio, “Historia de la Iglesia”, Libro 2, 2.1).
En efecto, Jacobo, el hermano del Señor, ocupó un lugar preeminente en la naciente iglesia de Jerusalén; a tal punto que Pablo se refiere a él, conjuntamente con Pedro y Juan, reconociéndolos como las “indiscutibles columnas de la Iglesia” (Gál. 2:7 NBV), y en el Concilio de Jerusalén vemos su rol preponderante (Hch. 15:13).
«Después de la resurrección el Señor impartió el más alto conocimiento a Jacobo el Justo, a Juan y a Pedro. Ellos lo dieron a los otros apóstoles y los otros apóstoles a los Setenta, uno de los cuales era Bernabé. Ahora bien, había dos Jacobos: uno era Jacobo el Justo, quien fue echado abajo desde las almenas [del templo] y aporreado hasta morir con una maza de batanero; el otro, el Jacobo que fue decapitado (Hch.12:2)» (Clemente, “Bosquejos”, libro 7, citado por Eusebio en “Historia de la Iglesia”, Libro 2, 2.1).
Jacobo el Justo, el hermano del Señor, abrazó la fe tan poderosamente que hasta en su muerte uno podía ver la impronta que Cristo había dejado en él. La misma que debe evidenciarse en nuestras propias vidas. Su nivel de compromiso con la fe y la expansión de la Iglesia son un legado escrito con su propia sangre como un reto para nosotros.
¿Por qué está haciendo esto Jesús?
La Iglesia es estratégica en el desarrollo del Plan de Dios para la humanidad; y lo que el Señor Jesús estaba haciendo durante esos cuarenta días era conectar y/o reconectar a los suyos con este supremo objetivo, incluso a aquellos que eran ajenos o andaban alejados de sus propósitos. ¡Y vaya que los conectó!
Tan grande fue el impacto de ver a su hermano resucitar de entre los muertos, que Jacobo no solo dejó su incredulidad, sino que fue constituido Apóstol, pastor de la iglesia y se convirtió en un gran defensor de la fe. Tiempo atrás, Mateo, en su evangelio (12:46), subraya que Jacobo “estaba afuera,” mientras Jesús predicaba a la gente adentro. Pero después que Cristo resucitara de los muertos, Jacobo estaba ahora adentro, conectado con la familia de la fe, al igual que Tomás. Ambos formando parte ahora de una misma familia: la iglesia.
Es interesante y aleccionador ver el accionar de Jesús durante esos cuarenta días, previos a la venida del Espíritu Santo, que, por cierto, nadie sabía cuando habría de ocurrir. Pero cuando llegó el momento, los encontró a todos reunidos en un mismo lugar, y “estaban todos unánimes juntos” (Hch. 2:1 RVR).
La Venida del Espíritu Santo en el Día de Pentecostés marcó un hito crucial en el desarrollo del Plan de Dios con la humanidad. El Espíritu Santo llegó no solo para cumplir con el Plan, según estaba profetizado; vino para ponerlo en acción en el mundo, a través de Su iglesia.
La Iglesia: ¿el Plan de Dios o la Estrategia?
Esta sencilla pregunta no es intrascendente, sino que busca dilucidar un tema profundo. Un “misterio” que a Pablo se le dio el encargo de revelarnos, lo que hizo, particularmente, en su Epístola a los Efesios, la carta magna.
«Esta carta fue escrita a la iglesia en Éfeso para motivarlos a vivir vidas que fueran consistentes con toda la misión de Cristo. La primera parte de la carta revela el plan completo de Cristo—Su administración, y el “llamado” de ellos. La segunda mitad de la carta describe cómo debían vivir a la luz del plan de Cristo y de Sus directrices específicas para ordenar sus vidas.
En este pasaje, Pablo manifiesta que le fue dada una descripción de trabajo con dos componentes (3:8-10). Se le dio la responsabilidad de predicar el evangelio y de “sacar a luz cuál es la administración del misterio”….
Aquí, él agrega a la descripción de su trabajo al afirmar que se le dijo que revelara el plan de Cristo para Su iglesia. El término administración proviene de dos palabras en griego: “casa” (oikos) y “ley” (nomos). Literalmente significa “la ley de la casa,” “orden de la casa,” o “administración,” y se utiliza comúnmente para referirse a un “plan”. El trabajo de Pablo era revelar a las iglesias el plan de Cristo para Su iglesia, lo cual hizo a través de sus cartas (Jeff Reed, “Perteneciendo a una Familia de Familias”, pp. 17, 18).
La versión Reina Valera de 1960 traduce la palabra como “dispensación”. La traducción, aunque es correcta, no es clara. Es mejor traducirla como “plan” o “administración”. Un aspecto fundamental del ministerio de Pablo, entonces, era revelar a las iglesias el plan de Cristo para Su iglesia, o la manera cómo debía administrarse la iglesia. O, podríamos decir también con mayor acierto, cuál era “la estrategia” de Dios para su Iglesia.
Sobre esta Roca edificaré mi “Ekklesia”.
Cuando Jesús dijo a sus discípulos: “sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mt.16:18). ¿Qué entendieron ellos por Iglesia? ¿Existía el concepto de iglesia, antes del nacimiento de la Iglesia?¿Cuál es el significado real de “Ekklesia” que Jesús quiso comunicar?
Robert Banks refiere que “en griego, el término ekklesia era bien conocido. Desde el siglo quinto antes de Jesucristo en adelante se refería a la “asamblea” regular de los ciudadanos de una ciudad que se reunían para decidir asuntos que afectaban su bienestar (Banks, La Idea de Comunidad de Pablo, p. 43). De modo tal que lo primero que debemos entender es que Jesús no estaba usando un concepto inexistente, sino empleando un concepto social preexistente, pero dándole un matiz particular, puesto que, mientras las otras ekklesias existentes se fundamentaban en la búsqueda del bienestar común, la que Él iba a edificar lo tendría a Él mismo como su fundamento. Es decir, su vida, el testimonio de su amor y su mensaje serían la base de ese bienestar común entre los suyos.
Una pregunta fundamental aquí es si Jesús modeló una ekklesia para ellos. Porque, si no fue así, la comunidad de sus seguidores hubiera estado a la deriva luego de su partida, hasta la revelación de Pablo en su mensaje en la Epístola a los Efesios.
La respuesta a esta crucial pregunta es muy sencilla: Sí, Jesús lo hizo. Él les mostró y demostró a los suyos lo que era vivir siendo parte de una comunidad fundamentada en su vida, en sus enseñanzas; y, sobretodo, en su ejemplo de amor. Sí, Jesús lo hizo, lo hizo cada vez que se reunía a compartir el pan y el vino en una mesa, ya fuera con propios o extraños, incluso con publicanos, prostitutas y pecadores. Lo hizo, y es más, lo instituyó en la última reunión que tuvo con los suyos; en la que, nos guste o no, también participaron el traidor, el que le habría luego de negar tres veces, el zelote, el expublicano, el que no creyó que había resucitado y los “arribistas” hijos del trueno, además de los otros que también eran de los que lo abandonaron.
Por eso a los apóstoles y a los primeros discípulos no les fue difícil seguir el modelo instituido por el Maestro, pues no había nada complejo en él. “Desde el nacimiento oficial de la iglesia en Pentecostés, el cual muy probablemente tuvo lugar en el aposento alto de la casa de la madre de Juan Marcos, la historia de la iglesia se desarrolló fundamentalmente en las casas”, como señala Barclay, (Comentario al Nuevo Testamento, p. 279).
“La reunión de los creyentes cristianos en hogares privados (o casas renovadas con el propósito de las reuniones cristianas) continuó siendo la norma hasta las primeras décadas del siglo IV, cuando bajo el tutelaje de Constantino los cristianos empezaron a erigir las primeras basílicas. Por casi 300 años los creyentes se reunieron en hogares”, acota Bradley Blue (The Book of Acts in Its First Century Setting – Vol. 2: Graeco-Roman Setting, p. 124).
No había nada complejo en aquellas simples reuniones en hogares, pero eran potentes en su esencia y su mensaje, pues eran el recordatorio permanente de que por esa causa había muerto Cristo, para derribar el muro de separación entre los seres humanos y Dios, y entre nosotros mismos. De ese muro habla Pablo, en su relato de Efesios (2:14), haciendo referencia concreta al Muro de los Gentiles que impedía el acceso al Templo a todos aquellos que no fueran judíos, bajo pena de muerte. De esto, tristemente, existe la evidencia arqueológica que deja constancia de tamaña barbaridad.
En las casas, en cambio, se sentaban a la mesa a compartir el pan y el vino, la cena misma, la instrucción en la Palabra y las oraciones, hombres y mujeres, esclavos y libres, judíos y “gentiles” (entiéndase “las otras gentes”, que era la forma como la ortodoxia judía despectivamente los consideraba). Era, sin duda una ekklesia, una nueva forma de vivir y convivir, disfrutando el amor de Dios.
El Objetivo: Una Nueva Humanidad.
El gran tema de Efesios 2, señala Stott, es que Jesucristo ha destruido todas las enemistades, en aquel entonces tipificadas entre judíos y “gentiles”. Y junto con la abolición de todas estas enemistades “Jesús ha podido crear una sociedad nueva, en realidad una humanidad nueva, en la cual la alienación ha dejado lugar a la reconciliación, y la hostilidad a la paz. Y esta nueva unidad humana en Cristo es la prenda y el anticipo de aquella unidad final bajo la cabeza de Cristo, a la que Pablo ya ha mirado con esperanza en Efesios 1:10″ (“El Mensaje de Efesios”, p. 71).
Es éste y no otro el objetivo final de la gran estrategia que Dios está llevando adelante por su Espíritu, a través de su iglesia. Quienes no lo entienden, se han quedado en el mero proselitismo eclesiástico institucional, esforzándose con esmero y buena intención, seguramente, por llevar a los “no creyentes” (sinónimo de lo que eran “los gentiles” de antaño), a las filas de la membresía de una iglesia; pero, de la suya, no la de Cristo. Y entre tanto, el Espíritu de Pentecostés seguirá siendo el fuego ausente que arda en medio de su Pueblo.