REFLEXIONES PASTORALES SOBRE LA FORMACIÓN DEL LIDERAZGO DE PABLO – Tercera Parte
- Fecha 23 de febrero de 2022
– por Julio C. Lugo
INTRODUCCIÓN
Sin lugar a duda la figura de Pablo representa el modelo referente de liderazgo por excelencia en el Nuevo Testamento, no solamente en lo que a su formación como tal se refiere, sino también por la manera como él desarrolló a otros líderes. La envergadura de su ministerio y su extraordinaria eficacia, fundamentada en el llamamiento especial que recibió del Cristo resucitado, sustentan tal aseveración.
Muchos hay que han escrito sobre su vida, inspirados no solamente por la manera en que su liderazgo los impactó, sino también con el anhelo de transmitir a las generaciones posteriores los principios bíblicos y lecciones que se observan en el desarrollo del mismo, a fin de estimularnos a seguir por la misma senda.
La influencia de este gran hombre de Dios en la historia del cristianismo trasciende los tiempos y las fronteras, como sucede siempre con aquellos que se constituyen verdaderamente en instrumentos de la gracia y poder divinos. Nadie como él se ha atrevido a decir: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo” (1 Cor. 11:1), constituyéndose a sí mismo en un referente para su propia generación, sin que haya en su expresión el más mínimo ápice de falsa modestia o velado orgullo.
Sin embargo, como bien sabemos, la vida del otrora impulsivo fariseo, al igual que la nuestra, puede también ser vista como la suma de influencias que otros plasmaron en ella a lo largo del tiempo. En tal sentido, mi intención en estas breves líneas es exponer la impronta que otros dejaron en el apóstol de los gentiles, destacando sobre todo la intervención de Aquel que lo marcó de manera definitiva, al punto de llevarlo a ser justamente aquello de lo cual estamos hablando: un modelo de líder para la posteridad. En base a ello, me propongo también reflexionar, desde un sencillo punto de vista pastoral, sobre algunas implicancias prácticas que se desprenden de la observación anterior y que considero relevantes para nuestro contexto latinoamericano.
La Impronta de Cristo
“He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí” (Gál. 2:20).
No hace falta aquí hacer descripción alguna de las cualidades que distinguieron la vida y ministerio del Señor Jesucristo, solamente hemos de señalar cómo esta dejó marcado indeleblemente el corazón del apóstol y todo lo que él hizo para la gloria de Dios. En el texto citado, la relevancia de la Cruz es incuestionable. Como reza la letra de un conocido canto contemporáneo, la Cruz marcó un hito en la vida de Pablo:
“Sí, fue en la cruz que yo encontré la paz, el gozo que llenan. La gracia que lo cambió todo.”
Cuando Jesús dijo que todo aquel que quisiera seguirlo debía tomar su cruz (Mr. 8:34) no se refería a los problemas o circunstancias difíciles propias de esta vida, que por cierto son comunes a todos los mortales. Esta concepción de la Cruz está ampliamente difundida, pero es completamente ajena a la verdad del mensaje bíblico. Para Cristo, la Cruz en su vida no se trató de un problema o situación difícil que sobrellevar. Era el plan de Dios para su vida terrenal, y así lo entendía Pablo también.
Cuando alcanzamos a comprender el significado de la Cruz en su verdadera dimensión, sus demandas inherentes y el poder que ella encierra a nuestro favor, y aceptamos la voluntad de Dios para nuestras vidas, entonces nos convertimos en fieles seguidores y discípulos auténticos del Maestro. Pablo así lo hizo, él se sabía crucificado con Cristo, muerto a sí mismo, pero vivo para Dios y Sus planes.
Hombres como él han entendido también que la Cruz tiene más que una dimensión simbólica. Ella representa un compromiso de entrega total a la voluntad divina. Y hemos de decir además que la centralidad del mensaje de la Cruz, no solamente hablado –predicado- sino vivido, sólo es posible a partir de la experiencia personal de identificación voluntaria con las demandas y desafíos del Señor Jesucristo, por medio de la cabal comprensión del significado del santo madero en nuestras vidas y ministerios.
Telémaco fue un monje cristiano del siglo IV que vivía en el desierto de Oriente dedicado a la vida de contemplación espiritual. Un buen día reacciona y deja el desierto, doblemente estéril para él, y emprende un largo viaje hacia Roma. Llegó a la imponente ciudad en tiempos del emperador Honorio, cuando el general Estílico celebraba su victoria sobre los godos. Aunque Roma era ya cristiana oficialmente, todavía subsistía el circo romano como el lugar donde los prisioneros de guerra luchaban por sus vidas.
Al ver la sangrienta escena Telémaco, impulsivamente, se lanza al ruedo tratando de impedir la masacre. La multitud vocifera a una pidiendo que lo saquen. Finalmente, ante su testaruda actitud, una espada se levanta y le asesta un mortal golpe. El monje cae a la arena y muere instantáneamente. A partir de ese momento nunca más volvió a darse un espectáculo sangriento en aquella arena. El historiador británico Gibon refiere que: “Su muerte fue más útil a la humanidad que su vida misma”.
Las páginas de la historia de la fe cristiana están adornadas por las vidas de hombres y mujeres que asumieron el desafío de identificarse plenamente con la Cruz de Cristo. Lastimosamente, vivimos tiempos en los cuales la centralidad del mensaje de la Cruz se ha desvirtuado considerablemente. Tiempos del ‘evangelio de la oferta y la demanda’, que no hacen sino exacerbar el estilo de vida predominante de nuestros días o acomodarse a ellos, todo en pos de las estadísticas que revelen cifras exitosas.
En el siglo pasado, el reconocido sicólogo y filósofo humanista alemán, Erich Fromm, señalaba en una de sus más destacadas obras que “sólo existe un significado de la vida: el acto mismo de vivir” (17), indicando que en la medida que logremos vivir de manera espontánea nuestras dudas existenciales serían disipadas y se afirmará nuestra identidad.
En nuestros días, vivimos en medio de una realidad que contradictoriamente se desarrolla en dos direcciones. Por un lado, este es el tiempo del redescubrimiento y la revitalización de lo espiritual, pero a la vez se enarbolan dos banderas distintivas de la posmodernidad: el nihilismo y el agnosticismo. Y así, sin creer en nada, privados del auxilio de la razón, predomina lo emotivo, lo efímero, lo que me gusta y me identifica con aquellos que sienten como yo. Es la época del “siento, luego existo”, aunque no sepa para qué, ni me interese.
Vivir por vivir, vivir para sufrir, vivir para el placer, vivir sin que nada importe, así es como muchos viven, incluso declarando ser creyentes, desperdiciando su oportunidad de vida. “Para la mayoría de nosotros –decía Oscar Wilde– la verdadera vida es la vida que no llevamos”, y en el fragmento inicial de los versos de Santa Teresa de Ávila se percibe la impronta de Aquel de quien se dijo que “en Él estaba la vida” (Jn. 1:4):
Vivo sin vivir en mí
Y tan alta vida espero
Que muero porque no muero.
Vivo ya fuera de mí,
Después que muero de amor;
Porque vivo en el Señor,
Que me quiso para sí:
Cuando el corazón le di
Puso en él este letrero,
Que muero porque no muero (18)
Vivir por vivir es desperdiciar la oportunidad de haber vivido; soportar la vida es resignarnos tan solo a existir; vivir sin que nada importe es renunciar a trascender, y Aquel que entre nosotros verdaderamente vivió sigue diciéndonos: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14:6). Pablo así lo entendió y se consagró por completo al ministerio de la reconciliación por medio de la Cruz, y su ejemplo de vida y liderazgo trascendió hasta nuestros días, y seguirá haciéndolo hasta el día de la venida de Jesucristo, y es nuestro sagrado compromiso seguir viviendo y proclamando el mensaje del evangelio de la Cruz sin cercenarlo, pues allí reside la clave de esta trascendencia.
El mensaje de la Cruz, encarnado vívidamente como en el caso de Pablo, producirá en nosotros una profunda convicción que nos permitirá ir en pos de Aquel que se encaminó hacia ella, a pesar de lo difícil del camino, subordinando sus propias emociones a la voluntad del Padre Celestial.
Hoy más que nunca debemos vivir para transmitir ese mensaje con fidelidad, pues como reza aquel verso anónimo: “En el siglo de las bárbaras naciones de lo alto de las cruces colgaban los ladrones; pero hoy, en el siglo de las luces, del pecho de los ladrones cuelgan las cruces.” Pablo, por ello, dejó escrito: “El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden; en cambio, para los que se salvan, es decir, para nosotros, este mensaje es el poder de Dios” (1 Cor. 1:18 – NVI).
En tal sentido, John Phillips señala con acierto lo que precisamente queremos subrayar: “La predicación del ‘Cristo crucificado’ fue lo que funcionó en el día de Pablo, y lo hizo de nuevo en tiempos de Wesley. El ‘Cristo crucificado’ fue y es el mensaje. Tan pronto como abandonamos ese mensaje, abandonamos el avivamiento también. La predicación que cambia al mundo no es lo más popular en la mayoría de los púlpitos hoy. La predicación de psicología nunca cambiará al mundo, ni tampoco la predicación del ‘pensamiento positivo’, por muy atrayentes que puedan ser.
Esa clase de predicación a menudo atrae multitudes. Frecuentemente llena grandes iglesias, pero es una predicación para la mente, no para la conciencia. Aún más es adictiva” (19).
Conciente de la magnitud de tal mensaje, Pablo insta a su “amado hijo en la fe”, Timoteo a ser fiel a este mensaje; y a través de él nos llega la misma demanda, por cuanto nuestros tiempos son aquellos de los cuales el apóstol advertía en su admonición: “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas” (2 Tim. 4:1-2).
Este es, en gran parte, uno de los grandes retos que la posmodernidad nos demanda, como Dellutri finalmente acota: “Si el objetivo pastoral es cuantitativo basta con alterar el mensaje original y se obtendrán resultados. Pero se espera que, como administrador de los misterios de Dios [el predicador], sea fiel a quién lo invistió como heraldo y embajador, aún cuando ello implique rechazo. En épocas críticas similares a la presente descritas en la Biblia se muestra que era mucho más popular el falso profeta que el profeta de Dios” (20).
CONCLUSIÓN
Hay ciertamente muchos otros aspectos importantes que no han sido tocados en estas breves páginas, pues solo hemos tratado de destacar algunos de los más prominentes, en la línea de lo planteado como premisa: reflexionar desde un punto de vista pastoral.
Gamaliel fue sin duda instrumental en la formación de Pablo, si consideramos que Dios desde la eternidad toma en cuenta todos los aspectos de nuestra vida, sin que se le escape ninguno de ellos. Toda la formación académico teológica del apóstol comenzó sin duda en el hogar, se trasladó luego a las aulas del afamado Rabí, y terminó siendo pulida por Dios mismo, especialmente en el tiempo que medió entre su conversión y el inicio de su ministerio público, luego de su llamado misionero en Hechos 13.
Bernabé fue quién se encargó de mostrarle cuán importante era constituirse en alguien que supiese, con amor, tomar a su cargo una vida para discipular con el ejemplo, lección que Pablo aprendió bien y que vemos luego plasmada en la vida de Timoteo, principalmente, pero también en los ancianos que supo dejar a cargo de las iglesias que él estableció durante sus periplos misioneros, bajo la dirección del Espíritu Santo.
Cristo, finalmente, ante Quien el obstinado Saulo se rindió totalmente, en efecto le mostró cuánto le era necesario “padecer” por causa de su nombre (Hch. 9:16), alcanzando con ello que Pablo comprendiese y trasmitiese ampliamente el profundo significado del mensaje de la Cruz en la formación de nuestras vidas como hombres y mujeres de Dios que deseamos ser usados de modo significativo y trascendente.
Todas estas lecciones de vida deben ser tomadas en cuenta en nuestra propia formación y desempeño como líderes, sobre todo en vista de la carencia que existe de verdaderos referentes contemporáneos, que, como Pablo, se constituyan en fieles imitadores de Cristo, para que la sencilla grey que colma nuestras iglesias semana a semana vea que es posible ser “a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Ef.4:13), con la ayuda de Su Santo Espíritu y el inspirador estímulo del testimonio de quienes hemos sido llamados a hacer lo propio. Nuestra impronta quedará grabada en ellos.
NOTAS:
17 Erich Fromm, “El Miedo a la Libertad”, p. 251
18 Poema de Santa Teresa de Ávila (1515-1582): “Vivo sin Vivir en Mí”
19 John Phllips, “La Visión de la Cruz a través de las Escrituras”, pp. 266-267
20 Salvador Dellutri, “El Desafío Posmoderno”, p. 94
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